Categoría Juvenil: 2° El libro de la Oma de Renzo Danilo Mallea (Glücksburg, Alemania)

Obras Certamen Literario
16 September 2025

EL LIBRO DE LA OMA

Mis historias favoritas siempre fueron las de fantasía. Me encantaban los libros que escondían entre sus páginas, las aventuras épicas de un valiente protagonista. Recuerdo que de niño, leer esas historias me motivaba a tomar una mochila y emprender un viaje sin ningún destino en mente, pero seguro de encontrar junto a una comitiva de elfos, enanos y ancianos sabios, bosques mágicos y monstruosos enemigos. 

Qué lejos quedaban esos días ahora que un protagonista muy parecido a mí debía vivir su propia aventura; pero, a su modo de ver las cosas, de épica no tenía mucho. 

La abuela me extendía un mate; pero yo estaba tan absorto en el laberinto de mis pensamientos que parecía haberme desconectado del mundo real, otra vez.

Ella aclaró la garganta para hacerse notar y ahí caí en el presente. 

- Parece que estaba feo el mate, che -sentenció en broma- ¿Qué se le va a hacer? 

Sonreí y tomé. No hacía falta que le dijera nada, ella era la mejor cebando mates. Sin embargo, yo sabía que en las últimas semanas había estado más callado de lo habitual, y que la abuela se percataba rápidamente de ello. Mi intuición no me falló esa mañana. 

- ¿Qué pasa, corazón? -preguntó con una mirada tierna. 

Sabia era mi abuela. Tenía unos cuántos años, pero pese a todo lo que había pasado en su vida, se conservaba con un espíritu joven. Era fuerte e intimidante, pero con un corazón tierno y amable; así como el aroma a pan recién horneado. Si ella se había percatado de que algo no andaba bien, negarlo no tenía ningún sentido. 

- No me quiero alejar -solté- Me da miedo estar lejos de aquí. 

Soy de Mendoza, un desierto a la sombra de la cordillera de Los Andes, donde el viento levanta hojas naranjas en otoño y las acequias riegan los viñedos. Acá estaban mis raíces y, ahora que estaba por viajar al otro lado del mundo, me di cuenta de que no quería alejarme de ellas. Sabía que confesar eso una semana antes del día marcado en el calendario no era la mejor forma de comenzar la mañana, pero la abuela sólo sonrió.

- Ay, ¡Qué diría mi Oma si ahora te escuchara! -exclamó- Vení, ayudame. 

Esa mañana, ella se había levantado muy temprano para preparar las sopaipillas que acompañarían los mates. Sin embargo, sin decir más, abandonó la mesa donde estaba el desayuno y se encaminó lentamente hacia la cocina. Desconcertado, la seguí.

La cocina era su espacio favorito de la casa. No era muy grande, pero ella se conformaba con tener todos los ingredientes dispuestos para preparar las recetas de su libro. Ese libro… siempre quise leerlo, pero nadie además de ella lo ha hecho. Un encuadernado resquebrajado protege las páginas amarillentas donde descansan los secretos de sus delicias. La torta selva negra, los alfajorcitos de maicena, los pastelitos y, por supuesto, los panecillos navideños. Recetas que todos en la familia han querido descifrar sin mucho éxito. 

- Te voy a contar una cosa -dijo mientras abría una bolsa de manzanas- Pero, antes, necesito que prepares algo. 

Confiando en las habilidades de alguien sin experiencia en la cocina, me explicó detalladamente cómo preparar una masa de la que nunca antes había escuchado y aclaró “te tiene que quedar tan fina como para poder leer una carta de amor a través de ella”. Repasé en mi cabeza la receta, me arremangué y puse manos a la obra. 

- Esta historia es muy vieja -meditó un instante antes de continuar- O, pensándolo bien, no tanto; porque tiene unos pocos años más que yo y ¡yo todavía soy muy joven!

“En una cocina lejana, una mujer prepara delicias; sin saberlo, está escribiendo una historia cuya fragancia todavía puede percibirse, muchos años después, en un almuerzo de domingo o en una canción sonando en la radio.”

Todo el mundo se pregunta cuál es el secreto del sabor tan delicioso de sus postres, esos que son tan dulces y bellos como ella. Se sorprenderían si supieran que el ingrediente especial es tan sencillo como una pequeña gota de amor. Una gota que se convirtió en llanto de alegría, y un amor que desbordó el día en que se convirtió en madre. 

A medida que crecía el niño, comenzaba a parecerse más a ella, en especial por sus enormes ojos azules; y no tardó en demostrar un profundo interés en la cocina motivado más por sus ganas de comer que de cocinar. Sin embargo, subido en un banquito, comenzó a encargarse de los pasos más sencillos de cada receta. Y así, en la pequeñez de una cocina, nació un amor único: el de una madre por un hijo. 

Un día, de imprevisto, él abandonó el banquito que usaba para llegar a la mesa, para poder alcanzar los frascos de las estanterías más altas, esas a las que su madre no podía llegar. Un día, con la misma anticipación, el aire de su país y de todos los países de un viejo mundo se volvió tenso; y como otros tantos adolescentes, él debió convertirse en adulto. 

Pasados los días oscuros; un dolor inmenso invadió a todos los hijos de una nación que se veía herida. Al mismo tiempo, no precisamente cerca, se abrían nuevas oportunidades, un lugar donde asomaba un nuevo comienzo. 

Lo que siente una madre cuando un hijo se embarca en una aventura como esa no tiene nombre; el niño que alguna vez había criado se iba lejos; pero ella comprendía. 

Un llanto silencioso humedeciendo las páginas de un cuaderno escrito por ella para que su hijo se lleve a su destino; para que conservara los sabores de su tierra, esos que habían acompañado su vida. Para que los conservara y los llevara consigo a donde quiera que él fuera. 

Un llanto de tristeza y esperanza, anhelando que ese hombre, su niño, encontrara un lugar para empezar de cero. Un llanto saliendo de un corazón que, abrazando a su madre, promete algún día volver, esperando encontrarse con una nueva sonrisa en su querido país. 

Y así él, junto con los postres y las letras que su lengua conocía guardadas en un cuaderno, viajó. Por supuesto, se encontró con un mundo completamente diferente al que conocía. 

Él, acostumbrado a las horas de estudiar partituras en un conservatorio, aprendiendo las magníficas composiciones de los pianistas de su país; no pudo creer lo que veía cuando, en esa nueva tierra, la música se tocaba con una guitarra criolla y con un bombo. Que, en parejas, la gente bailaba chacareras. 

Decidió aprender a bailar, y al poco tiempo, enamoró a su compañera de baile, quien resultaba ser una muchacha muy diferente a él. Sus trenzas bailaban con soltura, mientras que las palmas de sus manos callosas de trabajo agitaban un pañuelo blanco en la zamba. De esa muchacha se enamoró y, un día, se casaron.”

- Y, ¿qué pasó después? -pregunté a mi abuela. 

- Él, cumpliendo su promesa, volvió de visita a su casa para ver a su madre y presentarle a su esposa. Después de conocerla, decidió regalarle el libro de recetas a la mujer de ojos morenos, confiando en que ella le daría el uso que merecía. Así, la joven escribió los pasos para preparar sus platos con una caligrafía mucho más desprolija que la de su suegra. Y en la pequeñez de una cocina nació un amor único. El de una esposa por su esposo. 

La abuela se quedó en silencio, como si estuviera conteniendo un llanto difícil de descifrar. Cerró sus ojos con fuerza y una lágrima resbaló por sus mejillas. Cuando sus enormes ojos azules se encontraron con mis ojos nuevamente sonrió. Se acercó y me acarició la mejilla. 

- Sé que tenés miedo de alejarte, de viajar al otro lado del mundo. Pero te prometo que siempre, a donde quiera que vayas, te vas a llevar una parte de tus raíces. Así como lo hicieron muchos que vinieron para acá -dejó escapar una risita- O, ¿Pensás que sos el primero? ¡No! Muchos han venido de otros lados, y trajeron sus raíces para, también, dejar su marca en nuestro país. Médicos, músicos, profesores; en La Rioja hasta un Obispo alemán han tenido, ¡imaginate! 

Me miró a los ojos, todavía con ternura.

- Yo te voy a acompañar en la aventura que decidas emprender. 

Me abrazó, un abrazo tan profundo en el que sentí el latido de mi corazón, que, por un lado, gritaba suplicando quedarse allí, en el refugio que me daba mi abuela, para siempre; y, por otro lado, se levantaba con fuerzas para seguir con mi viaje.

Ese abrazo duró un instante eterno. Para cuando terminó, había un strudel de manzana en la mesa. 

Soy de Mendoza, un desierto a la sombra de la cordillera donde el viento caliente levanta hojas naranjas en otoño y las acequias riegan los viñedos. Vine a comenzar de nuevo en un lugar muy diferente al que conozco. Este nuevo mundo se parece más al lugar que conocí cuando viajé al sur de Córdoba, donde me explicaron la arquitectura bávara. 

No fue como esperaba. Todavía me duele haber tenido que abandonar mi país; pero conservo la esperanza de algún día volver, deseando encontrarlo mejor que la última vez. 

Encontré bosques que parecían mágicos que no imaginaba reales, me enfrento todos los días a un enemigo no tan monstruoso llamado “idioma”; no aparece en muchos libros, pero créanme que no es fácil hacerle frente. Sin embargo, con una comitiva en la que no hay elfos, enanos ni ancianos sabios, todos los días damos un nuevo paso, juntos; porque sí, aunque hay días difíciles, somos una familia. 

Déjenme decirles que, aunque las historias más épicas pueden encontrarse en los libros de fantasía; también uno puede encontrar las historias de aquellos que cruzaron el mar en un libro de recetas. ¿Quién sabe? Yo aprendí que, al menos en la cocina, hay una marca cultural más grande de la que nunca hubiera imaginado. 

“Si doy un paso más, estaré más lejos de casa de lo que jamás he estado” Samwise Gamgee -fragmento de la película El Señor de los Anillos: La Comunidad del Anillo. 

Renzo Mallea Mendoza/ Glücksburg

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