Todo lo que puede significar "Nein"
¡Tipo raro el Opa! Callado casi siempre. Cuando hablaba, pocas palabras le alcanzaban para decir lo que quería. No fue de esos abuelos a los que se recuerda jugando con sus nietos. Tengo en la memoria que quizás alguna vez, como rito y sin mucho entusiasmo, nos habrá leído Hansel und Gretel; Dornröschen. Esos cuentos que forjaron aquellas lejanas infancias. Hoy dicen que no son aconsejables ¡Será!
Las veces que el Opa hablaba de su lejana tierra o de su juventud, era para rememorar algo alegre o divertido. Cosas que nos hacían reír a todos. La descripción de un personaje extraño de su Grevenbroich, el pueblo donde nació; una travesura infantil suya; alguna aventura de cuando él y Onkel Karl estudiaban en Köln.
Los dos hermanos, Karl y Heinz, mi Opa, vivían en una pensión. Solían volver de madrugada y no por estudiar. Parece que tenían por costumbre hacer mucho ruido. Frau Helene, La rígida dueña, ya había sentenciado de manera inapelable: "La próxima vez, se van". El hecho es que aquel sábado tomaron una que otra cerveza de más. Eso sí, recordaban bien la amenaza. Tuvieron cuidado de descalzarse en la puerta nomás, para no hacer ruido. Llegaron a la habitación en puntas de pie. Pronto se durmieron. A la mañana temprano, y siendo Domingo, fuertes golpes en la puerta los despertaron. Frau Helene, enojadísima, exigía que se fueran al instante. ¿Por qué?, preguntó el Opa. Si hasta nos sacamos los zapatos para no hacer ruido, dijo. Ella contestó "Si, pero entraron cantando a los gritos y completamente borrachos". Hubo que desalojar nomás.
Sabíamos, o intuíamos, que la vida del Opa no había sido fácil. Es que en el lugar y el tiempo donde le tocó vivir, la vida no debe haber sido fácil para nadie. Evitaba, eso sí, traernos recuerdos tristes. Como si nos protegiera. Mejor aún, tenía la habilidad de contar cosas feas de manera divertida.
Hay una historia, en especial, que siempre me da vueltas en la cabeza. Es la del día que los hermanos emigraron a Argentina. Él y Onkel Karl llegaron al puerto de Hamburgo. Sabían que su destino era la colonia azucarera Nueva Baviera en Tucumán, venían con contrato. Sabían también que en el puerto abordarían el buque "Ciudad de Madrid". Por último, sabían que alguien les entregaría los pasajes en el lugar acordado. Lo que olvidaron preguntar fue dónde quedaba Tucumán. Es que no daba la situación como para andar con pretensiones. Onkel Karl era el hermano mayor y estaba bastante preocupado. El Opa no. Él, distraídamente tamborileaba sobre la gastada valija. Siguiendo el ritmo de sus nudillos silabeaba musicalmente "tu-cu-mán, tu-cu-mán". El hermano mayor perdió la paciencia. Yo también la hubiera perdido. Un fuerte palmazo en la nuca sirvió de suficiente disuasión. Eran muy jóvenes.
También nos contaba cuando vio a la Oma por primera vez. Fue al día siguiente de llegar a la colonia. Hizo muchas payasadas para llamar su atención. Decía él que había ganado por cansancio. Me parece que no. Cada vez que repetía esa historia, los ojos de la Oma rejuvenecían de ternura. También nos contaba como viajaron en tren a San Miguel de Tucumán para casarse. Por el tono, era como si hubiera cruzado los Andes o llegado al Polo Sur. ¡Por la ley y por la iglesia! Lo decía así, inflando el pecho y subrayándolo con la voz y con el gesto. Con cara de deber cumplido. La Oma corregía "Debidamente separados, porque todavía éramos solteros".
Aquí es necesario parar el relato y hacer una aclaración. Hablo en plural, porque el Opa solía estar rodeado de nietos, mis primos. Las historias que él contaba iban dirigidas a una atenta audiencia de niños de diferentes edades siempre alerta hasta en el detalle del relato. Al menos así lo recuerdo yo.
A veces, por la tarde, cuando bajaba el calor y corría un poco de aire, el Opa se sentaba en la galería de su casa. Con lenta ceremonia encendía ese cigarro en chala, de olor espantoso. Se había aficionado a eso ni bien llegar a Tucumán. Ojeaba un viejo álbum con fotos gastadas que todavía conservo. Para nosotros eran rostros desconocidos; personas de las que ignorábamos hasta el nombre. Tampoco sabíamos si eran parientes, amigos o solo conocidos. Sospechábamos que ya no estaban. Era fácil imaginar que muchos habían tenido un mal final. Es que, en esas ocasiones, la mirada del Opa se ponía oscura, entre triste y preguntona. La cara quedaba sin expresión, parecía piedra oscura o metal. A veces cerraba de golpe el álbum, como poniendo fin y se quedaba serio ¿Pensaría en sus padres, en su hermano? ¡Eran tantos los que ya se habían ido! Él, por suerte todavía nos quedaba.
El Opa no era de hacer cariños. Más bien arisco a expresar sentimientos. Como si las emociones lo dejaran en una suerte de desnudez incomoda. Dicen que algo de eso heredé yo. Puede ser. Recuerdo con claridad sus manos. Duras, secas, como cubiertas con lija. Cuando las refregaba a una contra otra hacían un ruido áspero, rugoso ¡Lo tengo tan presente! Es como si lo hubiera escuchado esta mañana y hace ya muchísimo tiempo que el Opa partió. Olvidé cuánto ¡Esas cosas que tiene la memoria!
Su hosquedad no era falta de cariño. No ¡Claro que no! Todos los nietos lo sabíamos muy bien. Podía pasarse el día fabricando un juguete en madera o un barrilete. También como centinela junto a la cama de un nieto enfermo. Su mano, esa mano del recuerdo que perdura, sobria para las caricias, era rápida y muy hábil para medir la fiebre de alguno de nosotros. Si estábamos enfermos se ponía muy inquieto. A partir de ahí se hacía lo que él ordenaba, grandes y chicos, hijos yernos o nueras. Ahí era inapelable, moleste a quien molestara. El Opa nos amaba ¿Cómo dudarlo? Posiblemente nunca hablé de esto con mis primos, aunque estoy seguro de que todos sentían lo mismo. Es que sus ojos podían decir mucho.
Los ojos del Opa eran entre celeste y verdes a la vez. Extraños, llamativos. Hoy me pregunto cómo esos ojos podían decir tanto si solo eran ojos ¿Habrá sido imaginación mía? No, los ojos del Opa realmente hablaban en un idioma de ojos. Un lenguaje propio, velado, pero descifrable. En ellos había alegría o tristeza, rara vez enojo y eso que la manada de nietos daba motivos ¿Eh? Yo, en particular, según recuerdo. A veces en sus ojos había sehnsucht. Es que no sé cómo traducir esta palabra. Los portugueses dicen saudade, los gallegos morrinha, pero no encuentro su equivalente en castellano. Podría decir anhelo, así la traduce el diccionario, pero suena a poco. Lo que yo digo era más profundo, más sentido. Cuando en los ojos había sehnsucht la mirada se hundía como atada a un dolor que se iba al fondo del alma. Nunca supe que miraba o a quien recordaba. Todavía no lo sé. Es que el idioma de ojos no nombra cosas o personas, solo sentimientos.
El tiempo de la infancia pasó entre Navidades y Pascuas. También el Walpurgisnacht, el treinta de abril ¡Nuestra noche de brujas! Mi madre cumplía años ese mismo día. Papá siempre decía, bromeando, que el destino le mandó señales y él no las quiso oír. Eran fiestas llenas de alegría y tradiciones. Muchas de ellas las conservo por identidad y las repito cada año, aun aquellas veces en que estuve solo. Es que lo hago para mí; para los que se fueron y también para los que vendrán, aunque todavía no los conozca.
Bien, el Opa envejecía y nosotros estrenábamos juventud. Llegó el tiempo de la Universidad y la vida de estudiante. Tuve que abandonar mi pueblo y trasladarme a la capital de la provincia, pero cada vez que volvía me gustaba visitar al Opa. Eran ocasiones de largos silencios. Algunas veces me convidaba una cerveza. Lo hacía callado, como si nada. Para mí era motivo de orgullo. Mi carta de ciudadanía en el mundo de los adultos. Me igualaba, o al menos eso imaginaba yo.
Le hablaba de mí. Cosas sin mucha importancia, el día a día. Algún pequeño logro; un romance pretendido; un galanteo rechazado. Esto último, en particular, le arrancaba una sonrisa cerrada, sobria y pícara a la vez. Dicen mis hijos que a veces yo también me río así. Es posible.
Cuando buscaba un consejo lo tenía seguro. Eso sí, solo a pedido, nunca como una intromisión. Es que él no era de ir a donde no lo llamaban. En ocasiones respondía con un dicho. Corta y sabia la respuesta. Todavía me guían algunos. Por ejemplo "El zorro cuenta mentiras, la oveja las repite y el burro se las cree" ¡Cuánta verdad! "con panceta se cazan ratones" ¡También es cierto… lamentablemente!
Lo que quiero contar aquí ocurrió el 12 de junio de 1982. He descripto tan detalladamente al Opa para que se entienda lo que allí pasó. Fue un día muy triste para todos los argentinos. Muchos lo recordarán. Desde abril habíamos vivido un patriotismo eufórico, casi irreal. Por única vez estuvimos todos juntos tras un ideal común. Habíamos recuperado nuestras Malvinas, las que nos robaron. Después vino la guerra. Algunos dicen que fue una guerra lejana, yo creo que no tanto. Cierto que la lucha estaba a miles de kilómetros, pero las consecuencias no. Un amigo muerto en el hundimiento del Belgrano. Otro "bajo bandera" como se decía, y muy cerca del "teatro de operaciones" ¡Qué nombre raro! "Teatro de Operaciones del Atlántico Sur", como si fuese una puesta en escena ¡No lo era! No tenía nada de teatral ni de escénico, era dramáticamente real. Yo nací en febrero de 1964, solo dos meses me separaron, quizás, de vaya uno a saber qué destino. No, yo no fui a Malvinas.
El 12 de junio ya sabíamos que la guerra estaba por perderse ¡Tanto orgullo y tanta alegría para nada! Lo peor era que muchos no volverían más. No sabíamos qué harían los ingleses con los que quedaban vivos. Lo peor era la sensación de injusticia, el nuevo despojo. Sentí odio. Lo confieso. Hoy me avergüenza decirlo, pero era cierto, lo sentí. También sentí humillación y el regusto de saber que no se podía hacer nada.
Volví al pueblo ese día. Me dio ganas o necesidad de visitar al Opa ¿Por qué? No puedo decirlo con certeza. Hoy imagino varias razones. Nunca habíamos hablado de aquello pero siempre, supuse que el Opa, en su momento, debía haber sentido algo parecido: dolor vergüenza y humillación ¿Buscaba un consejo?, ¿Quería una historia que me alivie? O solo se trataba de volver a la infancia, a esa época en que todo era juego y la mayor angustia un raspón en la rodilla. Es que no lo sé. Solo teorizo. Lo cierto es que fui a verlo.
Llegué y con solo mirarme él entendió todo. Fue a la cocina. Trajo dos cervezas, de la negra y con pimienta como se acostumbraba para esas fechas. Todavía no era invierno, pero ya hacía frio. Primero me puso la mano en el hombro y me empujó con ternura a sentarme frente suyo. Bebimos callados.
Como si me hubiera preguntado, que no lo hizo, comencé a hablar. Mucho, rápido. Solté toda mi frustración. Le conté mis ganas de hacer algo; la angustia de no poder. Bebía y hablaba. Recuerdo que ese día el Opa me miraba raro. Sus ojos iban desde mi cabeza a los pies de manera desenfrenada, sorprendida y hasta asustada podría decirse. En un momento, creo que, con los dientes apretados, solté "Deberíamos ir todos a pelear, todos, todos". Agregué "mientras quede un argentino debería seguir la guerra".
Ahí sucedió lo que desde el comienzo de este relato quería contar. El Opa dio como un brinco. Nunca pensé que todavía tuviera tanta agilidad. Se abalanzó contra mí. Gritaba ¡Nein! Fue un grito como quebrado por el llanto o la emoción fuerte. Nuevamente ¡Nein! una y otra vez. Parecía un rugido o un lamento. Algo como animal. Me tapó la boca con su mano. Sentí el peso de un yunque y la fuerza de una tonelada de cariño guardado. ¡Nein! Casi un aullido, desesperado y doliente. Con su otro brazo, recuerdo, me rodeó por los hombros. A la vez me mecía suavemente, como si todavía fuera niño. Seguía diciendo ¡Nein! No lo vi, pero es probable que, al Opa, se le cayera una lágrima. No lo sé.
Ese "Nein" me contó todo lo que su boca había callado. Esa sola palabra, casi un ruido, habló de muerte; de hambre; de desesperanza y de humillación. Al instante pasaron por mi mente imágenes sepia. Alguien lloraba sin consuelo la muerte de un ser amado. Una mujer joven se escondía entre escombros, como una alimaña, para no ser violada. Un niño aterido y hambriento mendigaba tembloroso estirando inútilmente un cacharro oxidado. Vi un ser sin edad, sin género. Deambulaba en harapos de aquí para allá, sin propósito alguno. También vi o lo sentí, no lo sé con certeza, el miedo guardado, un miedo viejo y visceral que el Opa había sepultado en algún rincón de su alma, pero que estaba vivo, acechante. Era el terror de que alguno de los suyos vuelva a vivir aquello de lo que nunca se hablaba. Fue como si estuviera viendo una vida no vivida por mí, sino por él u otros como él, quizás.
En ese momento tuve toda la certeza de lo que podía significar "Nein".
Hoy soy profesor de Derecho Internacional Público. Enseño el valor y la importancia de los derechos humanos. Explico a mis alumnos que la guerra siempre es un crimen y trato de transmitirle los horrores que provoca, pero aunque lo intente, la disertación más estudiada; la retórica más perfecta; los argumentos más elaborados e irrefutables; nunca van a alcanzar la elocuencia de ese simple, solo y desgarrado "Nein". Cuatro letras y tres sonidos que me marcaron para siempre. Hicieron lo que soy.