Ein Ort namens Malwinen
Wer schreibt, bleibt. – Quien escribe, permanece.
Buenos Aires, 1891
La lluvia golpea oblicua contra los postigos de la vieja casa de la calle Defensa. Afuera, el Río de la Plata arrastra el olor del tiempo. Dentro, rodeado de sombras, abro un arcón que no tocaba desde hacía décadas. Mis manos tiemblan —la edad, el recuerdo, ambas cosas quizás— cuando reconozco la tapa de cuero desgastado. El diario.
Lo mantuve conmigo desde las islas, el lomo aún conserva el aroma a tierra húmeda, salitre y humo. Es tiempo.
Al abrirlo, crujió y, como si el cuero supiera que está a punto de ser leído una vez más, volví a tener dieciséis años. Volví a bordo del Betsey.
A bordo del Betsy, octubre de 1828
Zarpamos con mal viento y peores augurios. El Betsy no era más que una cáscara de nuez forrada de lona húmeda, y sin embargo, se lanzaba al sur como si no desconociera el abismo. Recuerdo que mi padre —el viejo Federico, alemán hasta en el lamento— solía decir: “Un Vernet no le teme al agua, pero respeta el cielo.” Esa noche, el cielo no merecía respeto, sino piedad.
El Atlántico nos empujó como una fiera hambrienta. El mástil crujía como un hueso a punto de quebrarse. Luis se aferraba al timón, terco como siempre. Yo, miraba al horizonte y, me preguntaba si mi vida iba a comenzar en Malvinas o a terminar entre las olas.
Un marinero británico rezaba en voz baja. El viento le arrancaba las palabras. Yo me aferraba a mi diario, como si escribir pudiera salvarme. Tal vez lo hizo.
Puerto Soledad, Islas Malvinas, Argentina, diciembre de 1829
El viento no pide permiso: entra por todos los resquicios y me envuelve al despertar. Las cortinas neverosas de mi habitación tintinean como viejas cadenas, y el aliento se convierte en nube en el aire helado. Me envuelvo en mi chaleco de paño grueso y me asomo a la ventana: la bahía se extiende grisáceamente, y sobre su superficie, los barcos mercantes dibujan siluetas firmes, luchando contra el oleaje. Veo al Betsy, bajo el mando de Brisbane, reciente llegado de Buenos Aires—un bergantín de bandera mixta, pero corazón verniano—y al schooner Hope, un pequeño ballenero americano que espera, silencioso, con luz tenue en la popa.
El clima, mis palabras, el viento helado, forman parte de la estancia, tanto como las vacas y los pingüinos. Mi rol es semejante al del viento: invisible, pero esencial para ordenar el caos en estas tierras australes. Soy capataz: organizo el arreo del ganado cimarrón. Cuento con peones criollos, gauchos excelentes con las boleadoras y un negro de pocas palabras que sólo interrumpe cuando recita su nombre. Las reses conviven con pingüinos —a quienes llamamos "pájaros niño"— y sus huevos se recogen al alba, dentro de cestas de mimbre. Es un trabajo delicado: no queremos romper el cascarón, no aún. Cada cesta lleva el sudor de un día entero, cada huevo, la promesa de un baño caliente.
La cámara de curtiembre huele a sal, grasa y fuego. Bajo mi dirección, los gauchos raspan las pieles, les quitan la carne adherida, las fijan sobre maderas y las secan al viento—ese mismo viento que quiebra huesos y que siempre nos recuerda su presencia. Johann o Hans, el joven ayudante alemán, trabaja junto a mí y murmura “Ordnung” cada tanto, señalando que la faena debe hacerse al tiempo exacto y la piel rotar jamás. Me observa con orgullo; sabe que aprendí a valorar ese rigor desde mi infancia con mi padre.
En la casa grande se armó la estantería para la biblioteca: viejos legajos de comercio, diarios en alemán y en francés, tratados de agricultura en español, y un atlas marítimo en inglés. Leí Goethe bajo la lámpara de aceite; me sentí acompañado del hogar, de las palabras de siempre. Entre lomo y lomo… mi diario, escrito a mano con tinta marrón.
Por la tarde, llega el Hope a descargar whisky y tabaco, ascendiendo a bordo Luis y Herr Hagener que traen noticias del continente. Se negocia con vales cueros secos —peso de las Islas, acuñado por Vernet como primera moneda local—. Se compran telas, herramientas, medicinas. Intercambio constante, pulso firme de un puerto subdesarrollado que late con fuerza... y con riesgo.
La tensión se respira: cada llegada de barcos despierta en los gauchos la sospecha—¿vendrán con órdenes, con soldados encubiertos, con un nuevo gobernador? Vaivenes de mercancías y rumores, orgullo y miedo. Yo tomo nota en mi diario. Cada página es un testimonio: un arma para preservar lo vivido. Aquí, en este territorio expuesto al fin del mundo, se escribe una memoria que no podrá arrebatarme la historia: porque la memoria no se rompe, Emil. Vergessen no existe en estas latitudes.
La disputa, otoño de 1830
El clima había cambiado. El viento no gritaba, murmuraba. Y esa quietud, en Malvinas, siempre anuncia tormenta.
Todo comenzó con una palabra mal dicha. Hans, nuestro colono alemán más joven, refinado hasta la pulcritud, reprendió al gaucho Jacinto Ortíz por dejar las pieles sin cubrir. Dijo algo sobre la “negligencia del criollo”, y lo hizo en alemán, tal vez para no ofender... Pero Jacinto entendió. Lo entendió todo.
“¿Qué sabés vos de estas tierras, gringo?”, gritó, acercándose con los puños cerrados. Hans, con su voz templada, respondió sin elevar el tono, pero su acento cortaba como cuchillo.
No pasó a mayores en ese instante. Los separé yo, con palabras en español y alemán, rogando sensatez. Se fueron por caminos opuestos, cada uno mascando su orgullo. Aniceto me miró y dijo: “La dignidad es sagrada, pero peligrosa cuando se cruza con el aguardiente y el viento.”
Esa noche, Hans no volvió a su catre.
Lo encontraron al amanecer, junto al acantilado, boca abajo. Sin botas, sin sombrero. Con el cuello rígido y el rostro hundido en tierra. Nadie dijo nada. Todos sabían que algo había ocurrido, pero la verdad se escondía entre las piedras.
Jacinto Ortíz fue el primero en ser señalado. Había discutido, sí. Pero también había bebido, y luego desaparecido unas horas. Lo buscaron. No se resistió. Dijo que no lo había tocado, que sólo quería “darle un susto”. El Capitán Brisbane, con su porte de juez improvisado, murmuró algo sobre “justicia isleña”. Pero su voz temblaba.
Esa noche escribí en mi diario: “No sé quién mató a Hans. Sólo sé que nadie lloró como Aniceto.”
Y añadí: “A veces, la memoria pesa más por lo que no contiene que por lo que relata.”
Brisbane organizó el entierro. Pocas palabras. Ninguna cruz. El viento, siempre presente, hizo el resto.
Desde entonces, mi diario se volvió más denso, más oscuro. Sentía que cada página escrita era también una página arrancada del alma. Jacinto no fue castigado. Brisbane dijo que era mejor no remover el barro. Pero su mirada, aquella noche en la mesa, no buscaba justicia. Buscaba olvido.
El incendio, invierno de 1830
No hay silencio más hondo que el que precede al fuego. Lo supe aquella madrugada, cuando desperté por el olor.
No por el humo —que aún no había llegado a mi ventana—, sino por ese olor extraño, mezcla de grasa derretida y madera herida. Bajé corriendo con el diario en la mano, por costumbre o superstición. Afuera, el cielo estaba negro como la tinta que usé tantas veces para escribir que el viento era lo único eterno en Malvinas. Pero esa noche, el viento no vino solo.
Las llamas trepaban por los galpones de curtiembre. La carne seca estallaba como pólvora. El fuego bailaba como un dios borracho. Algunos gauchos intentaban apagarlo con mantas, otros miraban. Vi a Aniceto de rodillas, llorando. Hans ya no estaba para ordenarlo.
Luis no estaba. Había partido días antes al continente en busca de apoyo. Yo era el mayor. El responsable. El testigo.
Brisbane apareció más tarde, con gesto calmo, casi ausente. Miraba las llamas con una serenidad que me puso la piel de gallina. Dijo: “El clima es impredecible. Un rayo, tal vez.”
Pero esa noche no hubo tormenta. Ni truenos. Ni rayos.
Lo observé sin hablar. Él me sostuvo la mirada. Yo pregunté: “¿Quién habrá sido?”, alguien lanzó algo al techo del galpón, me respondió.
Después, todo fue cenizas. Los cueros. Las reservas. Parte de la biblioteca. Salvo unos pocos libros que logré salvar envueltos en una manta. Y mi diario.
Nos reunimos al amanecer. Los hombres, los restos, las cenizas. No se dijo mucho. Decidimos partir. Aniceto fue el primero en romper el silencio: “La isla nos ha devorado.”
Yo no respondí. Sólo escribí. “Cuando el fuego se lleva todo, uno aprende a pesar lo que queda.”
Esa mañana, me senté frente al mar. El agua parecía más fría, más lejana. El viento soplaba hacia el norte. Y el cuaderno, en mis manos, parecía más pesado que nunca.
Buenos Aires, 1891
La lluvia ha amainado. Ahora cae fina, constante, como si el cielo se hubiese resignado a llorar sin furia.
Guardo el diario sobre la mesa. Las hojas tiemblan apenas. Algunas manchadas de grasa, otras de lágrimas. El cuero ha cedido en los bordes, pero aún conserva el color marrón de las primeras reses curtidas en la estancia. Es lo único que me queda de aquellas islas. Bueno, eso y la memoria. Que también se desgasta.
El arcón de roble está abierto. Dentro, los restos de mi juventud: una brújula sin aguja, una pluma astillada, una manta con olor a humo. Pongo el diario allí, con cuidado. Sobre él, deposito la ramita de abeto seco que Hans me entregó, muchos años atrás, en aquella Navidad sin nieve allá en el Atlántico Sur.
Me siento. La silla cruje como un viejo amigo. Afuera, Buenos Aires sigue viva. El tranvía pasa. Un vendedor de carbón grita su oferta. El presente insiste, pero no logra distraerme.
Pienso en Luis, en Hans, en Jacinto Ortiz. En Brisbane. En los rostros que el viento se llevó, pero que este diario mantuvo quietos en papel. Yo no fui un héroe. Fui un testigo. Y en este país de olvidos, ser testigo ya es una forma de valor.
Cierro los ojos. Recito en voz baja:
“Ordnung muss sein.”
El orden debe existir.
Mi padre lo repetía como oración. Yo lo entendí tarde. El caos de las islas, del fuego, del exilio... todo buscaba quebrarnos. Pero mientras existiera este cuaderno, el caos no ganaba.
Mañana vendrá mi nieto. Le mostraré el diario. No le explicaré todo. Sólo lo suficiente. El resto... que lo lea. Que lo sienta.
Porque el tiempo pasa. Pero si uno escribe bien, el viento no arrastra todo.