Raíces que cruzan el mar
Hace dos siglos, con fe en el mañana,
una carta sellada, de tinta temprana,
decía: Destino: Argentina, por aguas heladas.
Vinieron del norte, con viento en la frente,
con manos calladas y el alma valiente,
valijas de madera, lenguajes distintos,
nombres largos y rostros extintos.
Traían canciones, versos, sabores,
aromas de invierno y viejos dolores.
No traían certezas, solo ilusión
de sembrar en el sur una nueva unión.
La tierra, con dulzura, los recibió,
y el trigo su acento pronto adoptó.
Tejieron escuelas, sembraron ciudades,
y en suelo argentino un puente forjaron.
No soy descendiente, pero sí heredera
de un vínculo eterno, con más de mil primaveras.
Y fue en Alemania donde mi alma entendió
que la esencia de los colonos en cada rincón se fundió.
Hallé en esas calles un eco querido,
un idioma distinto, pero compartido.
Caminé por ciudades donde el tiempo se detiene,
entre risas y miradas que el alma sostiene.
Las fiestas crecieron entre risas y abrazos,
el tango y el walzer cruzaron sus pasos.
Hoy celebramos, con versos sinceros,
el cruce de siglos, caminos inciertos.
Alemania y Argentina, corazones latiendo,
dos mundos distintos que siguen creciendo.
Por eso, este canto —tierno y sin prisa—
es un lazo tejido con hilos de brisa.
Entre campos de trigo y yerbales dorados,
con manos laboriosas y rostros cansados
construyeron su hogar en tierras extrañas,
donde el viento susurra historias lejanas.