Heinrich o Don Enrique
Nació Heinrich, pero todos lo llamaban “Don Enrique”. Incluso sus propios hijos (diez, nada más y nada menos), con la única excepción de mi Oma: hasta el último día de su vida, a los 95 años recién cumplidos, lo recordaba como “Papito”.
Pero hubo un tiempo en el que fue simplemente Heinrich. Esos años de infancia y juventud en la ciudad alemana de Colonia, de los que poco y nada sé, más allá de que era el cuarto de seis hermanos, que su padre importaba café y que, de chico, solía pasar los veranos en el viñedo de un tío donde, aparentemente, el vino blanco era delicioso. Es probable, además, que haya tenido la costumbre de ir a misa religiosamente: cuando emigró a Sudamérica, le escribía cartas a su madre notando, entre sorprendido y consternado, que “la cantidad de hombres que concurre a misa es espantosamente poca” y que “gran parte de los hombres que van a la Iglesia van solamente para ver a las chicas”.
No se radicó de forma inmediata en Argentina, si bien ya tenía al país en la mira, porque en la universidad le habían hablado una y otra vez del “enorme potencial” de este rincón del fin del mundo. Con 22 años, aterrizó primero en Uruguay, en marzo de 1912. Aterrizar es una forma de decir: pasó casi veinte días a bordo del Cap. Finisterre, un barco en el que se festejó el cruce del Ecuador con una cena de gala, la presentación de un coro y hasta una entrega de certificados de bautismo. En el suyo, mi bisabuelo recibió el nombre de “Tiburón”.
Según cuenta la leyenda familiar, ese pasaje en barco fue lo único que Heinrich pudo pagar tras la muerte de su padre, quien falleció bastante joven, a los 52 años. Por entonces, parece que la ley alemana establecía que toda la herencia le correspondía al hijo mayor varón. Mi bisabuelo no era ese hijo. Por eso, llegó a las orillas del ya no tan Nuevo Mundo con “lo puesto” y su título de Ingeniero Agrónomo, otorgado por la Academia Real Prusiana de Agricultura de Bonn-Poppelsdorf. Pero contaba con algo más: la valiosísima experiencia de haber participado del primer curso de Fitotecnia en el Instituto de Agricultura de la Universidad de Bonn, en donde había estudiado las famosas leyes de Gregorio Mendel, un monje austriaco, agustino y botánico, conocido como “el padre de la genética”. Sus cruzamientos con plantas de arvejas llevaron a Mendel a sentar las bases de la genética moderna en 1865, aunque sus descubrimientos no tuvieron demasiada repercusión hasta casi medio siglo más tarde, cuando se comenzó a reflotar ese conocimiento fundamental que cambiaría para siempre la historia de la agricultura y, por ende, del desarrollo de la humanidad.
No es exagerado decir que mi bisabuelo fue un prócer, aunque tanto él como su hija María Elena, mi Oma, me fulminarían con la mirada si pudieran leer esto que escribo. Es que, en la familia Klein, el valor de la modestia es tan esencial como la vida misma. Solo el trabajo duro y la honestidad lo superan, pero estos no significarían demasiado si, en lugar de hacer las cosas “porque sí” (porque es el deber de toda persona de bien, porque una vida bien vivida implica entregarla al servicio de un propósito que nos trascienda), uno persiguiera la fama o la gloria.
Sin embargo, los hechos son los hechos, y la conclusión me resulta evidente, inevitable. Heinrich Klein llegó a Uruguay convocado por un ex profesor suyo que había sido contratado por el gobierno oriental para liderar un proyecto agrotécnico. Cinco años más tarde, Heinrich cruzó el Río de la Plata para trabajar para la Cervecería Argentina de Quilmes, como consultor y criador de cebada. Así, le tocó recorrer muchos rincones de Argentina, y llegó a la conclusión de que las tierras cercanas a Alberti, provincia de Buenos Aires, eran ideales para el cultivo del trigo. En 1919, con sus ahorros de siete años de trabajo ininterrumpido y un préstamo que le hizo un amigo que conoció a bordo del Cap. Finisterre, alquiló unas doscientas hectáreas en la zona y fundó el primer criadero de semillas privado del país.
Argentina ya se había ganado el mote de “el granero del mundo”, pero fue la genética de plantas —la misma que mi bisabuelo estudió en Bonn y que luego desarrolló en el centro-norte de la provincia de Buenos Aires— la que terminó de transformar para siempre la forma de producir alimentos en la primera mitad del siglo XX. Gracias a la selección y el mejoramiento de semillas, se lograron cultivos más resistentes y rendidores. La magnitud de esa innovación fue tan grande que incluso mereció un Premio Nobel de la Paz: el que recibió el estadounidense Norman Ernest Borlaug, “el hombre que salvó mil millones de vidas”, por llevar la fitotecnia a países con poblaciones inmensas y vulnerables, como México, Pakistán e India.
En la década del 60, Borlaug quiso conocer de primera mano al fundador del Criadero Klein. Luego, escribió: “Hoy en día, él representa, probablemente, el más destacado fito-mejorador de trigo que se pueda encontrar en cualquier lugar del mundo (...) Sus variedades, año tras año, representan entre el 65 y 75% del total de superficie sembrada con trigo en la República Argentina (...) Él tiene uno de los laboratorios mejor equipados que se pueden encontrar en cualquier lugar y es un verdadero artista y científico en el uso de este equipo”.
Para entonces, Heinrich ya hacía tiempo que se había convertido en Don Enrique. Sospecho que echó raíces profundas, inamovibles, cuando levantó su primer hogar propio en suelo argentino, cerquita de donde alquiló sus primeras hectáreas: un rancho de piso de tierra, al que le sumó un galpón de chapa para comenzar a experimentar con trigo, maíz, lino, avena y girasol.
En ese rancho vivió varios años con su flamante esposa, Amalia María Reisch Schölderle, a quien había conocido en los bailes de Colonia Suiza, Uruguay. Y ahí mismo nacieron varios de sus primeros hijos. Mi Oma siempre nos contaba de la única vez que su Grossmama cruzó “el charco” para visitarlos. Su estadía duró poco: espantada por las condiciones en las que vivía su hija, ni bien pudo se volvió resoplando para Buenos Aires, con la intención de subirse al primer barco disponible que la llevara de regreso a Montevideo. (Eventualmente, Don Enrique y su familia pudieron inaugurar una casa “hecha y derecha” que hasta hoy convoca a sus descendientes, cada año, a pasar un día de asado y sobremesa.)
En la época de Don Enrique, el ciclo entero de mejoramiento de una semilla llevaba, literalmente, una década. Por eso, hubo incontables días en los que su jornada de trabajo empezaba al alba. Hubo años de bonanza y otros de crisis (todavía se recuerda en el anecdotario familiar esa vez que, después de una tormenta devastadora, Don Enrique, desesperado, levantó él mismo a mano y una por una las pocas semillas que sobrevivieron). Hubo también desafíos políticos que tuvo que sortear con mucha diplomacia y delicadeza, aunque ahí no era muy hábil para rebuscárselas: cuando cierto ministro de Agricultura le comentó que hacía falta “aceitar las vías” para pasar la Ley de Semillas, Don Enrique no entendió qué tenía que ver un tren con todo eso. La ley nunca se sancionó.
Su esfuerzo y su constancia, su honestidad y sentido de la dignidad: lo que para él eran atributos naturales, lógicos y esperables, para los demás era motivo de admiración, prueba irrefutable de su esencia alemana. Pero no todo en su vida estaba marcado por el rigor. Don Enrique se permitía algunos placeres: el tiempo de ocio con sus hijos, la lectura en su lengua materna (en su escritorio, todavía se conserva una biblioteca abarrotada de sus libros, de tapas enteladas y páginas amarillentas cosidas al lomo), la cría de ovejas Karakul, la fotografía. Era un entusiasta de la tecnología: fue el primero en Alberti en tener teléfono, lo cual implicó pagar una fortuna para que instalaran los 12 kilómetros de cableado necesario, en un camino que hasta hoy sigue siendo de tierra. En el sótano de su casa, aún se conserva el proyector con el que solía ver sus películas caseras y las fotos que él mismo tomaba.
Hay un retrato de él que siento que “me habla”. Intuyo que posó para algún documento universitario (¿o tal vez para su pasaporte?). Tiene 19 años y su mirada es serena y limpia. Creo vislumbrar unas pestañas largas, hermosas. En esta foto —solo en esta— lo veo y reconozco en él a mi papá.
¿Qué comparten el inmigrante alemán que nunca volvió a radicarse en su tierra de origen y el hombre nacido ya en esta orilla del mundo, que, a punto de cumplir 70 años, aún no puso un pie en el Viejo Continente para conocer una parte esencial de su historia familiar?
Ya convencí a mi papá que vale la pena el viaje para conectar con sus raíces o, como mínimo, para probar la verdadera versión del Bienenstich (parece que la receta que nos dejó mi Oma, la de toda la vida, es una apócrifa). ¡Pero no puedo conversar con mi bisabuelo para preguntarle tantas cosas…! Porque, a pesar de todo lo que puedo contar sobre la vida y el legado de Don Enrique, siento que sé poco y nada de Heinrich. ¿Alguna vez pensó en volver definitivamente a Alemania? ¿O los cincuenta años que vivió en el campo de Alberti lo volvieron más de “acá” que de “allá”? ¿Se sentía alemán o argentino?
Algo me dice que no sabría qué responder, porque una identidad no excluye a la otra. Porque la hermandad entre países —tan invocada en los discursos, tan abstracta en los tratados— cobra su forma más auténtica en las personas que llevan más de una patria adentro, en quienes encarnan, sin resolver del todo, una identidad híbrida. Como Heinrich, o Don Enrique, quien, así como cruzaba semillas en su campo, quizá ensayaba también —sin saberlo— ese otro cruce, más íntimo y más invisible, entre banderas, lenguas y memorias. Porque la fraternidad más duradera no se construye entre Estados, sino en las vidas que logran, de algún modo, ser puente.